jueves, 12 de abril de 2012

Un poco de historia de la favela Rocinha de la mano de uno de sus más antiguos habitantes

 Raffael llegó a Rocinha allá por 1968 desde el lejano estado de Pernambuco (situado a 2.000 km en el extremo nordeste de Brasil). Llegó buscando oportunidades de trabajo como otros millares de nordestinos de Bahía, Ceará, Paraiba, Alagoas, Pauí o Maranhao, grandiosa región agraria de infinitas plantaciones de caña de azúcar que todavía hoy es la zona más pobre del país.


Las terribles sequías que asolan el nordeste pueden durar más de un año y han obligado a emigrar durante décadas a cientos de miles de personas que buscan en las grandes urbes del sur, como Sao Paulo o Río de Janeiro, una nueva vida.
Así apareció Raffael en Río de Janeiro a finales de los sesenta dispuesto a trabajar en las grandes obras viales que la ciudad llevaba acabo en esos momentos de gran expansión económica.
La favela Rocinha que ahora es una auténtica ciudadela con casas de ladrillo, complicados tendidos eléctricos, sucursales bancarias e incluso agencias de viaje, se extiende por una enorme y empinada colina.
Sin embargo, lo que Raffael encontró a su llegada era bien distinto. Aún quedaban grandes núcleos de "mata atlántica", ese bosque tropical que inunda Río de Janeiro allá donde el hombre lo deja crecer, y extensos cultivos privados ocupados otrora por humildes campesinos.
Este pernambucano aterrizó en lo que comenzaba a ser una enorme masificación de gente muy humilde y trabajadora que construía su casa con lo que tenía a mano en medio de un desorden urbano incomprensible para el que no reside en la barriada.
El nombre de esta favela proviene, al parecer, de la costumbre que tenían los primeros habitantes del barrio (en los años 30)  de anunciar la venta de sus hortalizas diciendo que eran cultivadas en sus propios ranchos, rocinhas en portugués.
Raffael se enfrentó en su juventud a la dominación de los narcotraficantes que hacían y deshacían sin que ningún representante estatal interviniera. El abandono por parte de la Alcaldía, el Gobierno del Estado o del país era absoluto por lo que las organizaciones criminales siempre pudieron campar a sus anchas e imponer la ley que les convenía.
"Una vez, hace no muchos años, entraron en mi casa con sus fusiles. Decían que yo escondía a un policía, pero no era cierto", asegura el nordestino desde la terraza de su edificio.
Raffael dice que hasta la ocupación del ejército en noviembre del año pasado no se atrevía a salir a esta azotea de noche porque había bastantes más tiroteos.
La casa pertenece a su sobrina pero no se queja, dice "quien no tiene, no debe" y se echa a reír.
Sin camiseta, con la espalda encorvada que delata décadas de duros trabajos de campo y construcción, mira al horizonte mientras sonríe y dice: "pero yo ayudaba a la Policía, no soporto a esos maconheros (maconha en portugués es marihuana)".

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